El
pasado 22 de febrero fue asesinada una mujer en Zaragoza, una nueva víctima,
una más, de la violencia de género. Ya van… muchas, demasiadas, una sola ya es
inadmisible, cualquier cifra que supere el cero absoluto es un horror.
Da
la impresión que en esta ocasión se han unido varios factores para que el
criminal acabara con éxito su macabro cometido, sin embargo algunos sobresalen
por encima de todos: La falta de protección de una mujer amenazada y la nula
vigilancia a la que el agresor estaba sometido. Llevando a cabo cualquiera de estos parámetros se hubiera
dificultado la actuación del asesino.
Naturalmente
la puesta en marcha de esas medidas de seguridad supone un coste, el cual, por
otra parte, es infinitamente menor que las sobredimensionadas medidas de
protección que se adoptan cuando cualquier cargo público percibe que puede ser
abucheado, silbado o increpado. Sus nobles oídos tienen que ser salvaguardados de los
improperios.
Cuesta
trabajo creer que el grado de ruindad de las Instituciones sea de tal calibre.
Pero los hechos dejan poca alternativa a otro pensamiento.
A
día de hoy es relativamente fácil marcar con medios electrónicos áreas de
exclusión para estar al tanto del acercamiento de un potencial agresor a su
víctima. No son necesarios grandes despliegues para conocer la posición de una
persona a través de su teléfono móvil. Sería una sencilla forma de saber que la
violación de las medidas de alejamiento puede desembocar en un asesinato.
No
prevenir el posible fatal desenlace muestra tal carencia de diligencia que
provoca nauseas ¿Para qué necesitamos leyes sí no somos capaces de hacerlas
cumplir?
¿Cuál
es la finalidad de la ley de violencia de género? La contestación a esta
sencilla pregunta tendría que ser inmediata: Otorgar protección a las posibles
víctimas.
Somos
plenamente conscientes que para que haya protocolos eficaces es imprescindible
dotar de partida presupuestaria a los departamentos encargados de llevarlas a
cabo, no hacerlo supone un brindis al sol, una representación para la galería.
Son
demasiadas veces las que tenemos que repetir ¡Ni una más! Nos estamos quedando
sin voz de tanto gritar.
Mientras
se produzca una sola muerte, las autoridades tendrán que asumir su estruendoso
fracaso ¡basta ya de escenificaciones vacías! No hace falta ser muy listo para
darse cuenta que para que una norma sea eficaz se necesita obligatoriamente una
dotación presupuestaria. Los lamentos posteriores no sirven para nada, salvo
que en lugar de dirigentes políticos tengamos en los puestos de responsabilidad
payasos de opereta con la exclusiva finalidad de entretenernos en las tardes de
domingo.
Menos
ruedas de prensa presentando condolencias y más trabajo e imaginación para
aportar soluciones. Y si no se les ocurre ninguna que se vayan, que se retiren,
que descansen y nos dejen descansar.
Las
disculpas posteriores sirven de poco, las muertas seguirán muertas y los que
deberían responder de su seguridad no se pueden esconder tras discursos vacíos
para eludir su responsabilidad.
Con
la muerte de Soraya Gutiérrez se han descubierto todas las carencias de una
Administración trasnochada, inoperante y
caduca. El Delegado del Gobierno en Aragón fue incapaz de prevenir nada. Nada
de nada.
¿Es
responsable de su muerte? Pues no, categóricamente no. En cambio el no
articular medidas preventivas de seguridad efectivas ha desembocado en que no
siga viva. Cada cual que establezca su propio pensamiento.
En
la comparecencia en el Pleno del Ayuntamiento de Zaragoza la concejala del PP
Reyes Campillo trató de convencer con lloriqueos de la bondad personal del
señor Gustavo Alcalde a los partidos y asociaciones que presentaban la
reprobación. No entienden nada. No se trata de dilucidar si es bueno o malo,
eso lo dejamos para su ámbito personal, se trataba de poner en valor su
actuación como dirigente político y en ese examen obtuvo un clamoroso suspenso.
La
reprobación solicitando su cese resultó aprobada, gesto por otra parte inútil.
Ni va a dimitir ni le van a cesar. Para cualquiera de las dos opciones es
imprescindible tener más talla moral de la que exhiben.
Probablemente
no sea maldad y lo que les condiciona es la torpeza. Pues bien; es preferible
un malo a un tonto: Un tonto no descansa nunca.
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