Es posible que nadie tenga la
receta idónea para cocinar el encaje territorial que nos acerque a un acuerdo
satisfactorio. Es más, los ingredientes que ahora se están utilizando no parece que busquen una salida sino que, todos
los actores del conflicto, pretenden alcanzar una victoria sobre el oponente en
lugar de una solución.
En estas circunstancias los
errores que se cometen no son producto de la casualidad, al igual que tampoco
se deben al azar los aciertos. Ambas circunstancias se dan tras concienzudos
análisis y después de que los
responsables determinen la opción que consideran mejor.
Al presidente Rajoy le pueden ser
atribuidas varias docenas de carencias; no está la diligencia entre sus
virtudes, la indolencia con la que afronta los problemas llega a ser
exasperante mientras oculta tras una nube de pasividad su inacción. Él lo
atribuye a la prudencia aunque podríamos
dejarlo en simple vagancia. Si a todo lo anterior añadimos sus lapsus orales
corremos el riesgo de caer en la tentación de menospreciar sus capacidades.
Sin embargo la estupidez no es
algo que debamos atribuirle alegremente. Cometeríamos un grave error si
creyéramos que su comportamiento puede ser imputado a falta de recursos, más
bien es producto de exceso de soberbia. En el caso catalán, la impresión
general ha sido y sigue siendo de absoluta desesperación ante la laxitud en el
comportamiento del inquilino de la Moncloa. Ahora bien, esa pose laxa no es
consecuencia de la estulticia, sino de una estudiada perversidad condimentada
con grandes dosis de molicie.
Las carencias políticas que
acompañan a Mariano Rajoy han vuelto a quedar al descubierto. Resulta un
personaje de siglos pasados, uno de esos protagonistas de cuentos infantiles
que pacientemente esperan que el
aburrimiento haga claudicar a sus rivales. Él permanece en sus aposentos
dedicado a las tareas que le son gratas; no hacer nada, o como mal menor hacer
poco.
En esta ocasión los sucesos le
han forzado a aparecer en escena. Cuando estaba a punto de padecer una
tortícolis irreversible -a fuerza de mirar para otro lado durante casi doce
años esperando que amainara el temporal- se ha encontrado con una situación que
le obliga a dejar de hacerse el despistado.
Fiel a su personalidad enrevesada
ha vuelto a desorientar a la población. Al igual que cuando hace ejercicio no
se sabe bien si camina rápido o corre muy despacio, en la toma de decisiones
políticas no se acaba de saber si realiza un ejercicio moderado del poder o por el contrario se esconde tras
el poder judicial ejerciendo de aliado.
Ha esperado a que los dictámenes
de los tribunales acorralaran al Govern de Cataluña para asestar el golpe de
gracia al estado de las autonomías.
La verdad es que el
nacionalcatolicismo hispánico llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad de
este tipo para recomponer una situación en la que nunca se ha sentido cómodo.
Para diluir la demanda nacionalista que exigía dosis elevadas de descentralización
del poder, dieron con la tecla de articular una red de autonomías - incluso ciudades
autónomas – que acabaron por desvirtuar la reivindicación de las comunidades
que históricamente reclamaban.
En una especie de homeopatía sin
sentido, se disolvió el principio activo del autogobierno de vascos, catalanes
y gallegos. En la disolución constitucional del 78 se fueron añadiendo - como
disolventes - ingentes cantidades de producto autonómico que nadie había
llamado a escena.
Para diluir a los periféricos
discrepantes nacieron Autonomías de primera, de segunda e incluso de tercera.
Se exacerbó el sentimiento regional - local para aglutinar pasiones de igualdad
de derechos con los primigenios demandantes de autogobierno. Se recurrió al
devenir histórico para resaltar los agravios comparativos.
En definitiva, el Estado de las
Autonomías no fue el resultado de un proceso conciliador que tratara de
descentralizar un poder concentrado en la capital del reino para buscar un
eficaz sistema de gestión más cercano a los ciudadanos.
El Estado de las Autonomías fue
la respuesta rápida que encontraron los constituyentes para disipar el derecho
de reparación que esgrimían desde Cataluña, Euskadi y Galicia tras cuarenta
años de sometimiento a la dictadura franquista.
Acabaron con un “café para todos”
que quedó en una especie de brebaje aguado con mucho “trágala”, poco parecido
al café y ni siquiera igual para todos.
En la actualidad estamos asistiendo
al final de este viaje y el elemento catalizador ha sido la aspiración catalana
de alcanzar mayores cotas de autogobierno. Los partidarios de la España “Una,
Grande y Libre” han encontrado la excusa para revertir la situación: ¡España se
rompe!
Resulta paradójico que aquellos
que pretenden disfrutar de altos grados de soberanía hayan sido los que vayan a
abocar al resto del país a una recentralización únicamente deseada por
nostálgicos del yugo y las flechas.
Rajoy y Rivera nunca se lo
agradecerán lo suficiente a Puigdemont y compañía.