Seguramente
son cosas de la edad, pero después de una cita electoral me queda una extraña
sensación de vacío, como si de repente acabara una tormenta y los ríos desbordados
buscaran retornar a su cauce. La tragedia es que el cauce sigue siendo la misma
charca inmunda en la que nos habían arrojado antes de la consulta.
Los
llantos o festejos que promueven los resultados van por barrios: los barrios en
los que habitan quienes pretenden seguir aposentados en sus confortables
sillones de lujo y derroche, o las barriadas de los aspirantes a provocar el
desalojo de los ganapanes.
Los analistas
de las post elecciones han vertido más que suficientes argumentos sobre los
resultados de las mismas, me produce demasiada pereza confirmar, rebatir o
analizar a los analistas. Únicamente se me ocurre un frio comentario: las cosas
han cambiado, pero poco.
PP y
PSOE siguen siendo, salvo raras excepciones, las fuerzas más votadas. Las Comunidades
Autónomas seguirán gobernadas por uno u otro sólo a expensas de pactos. Imaginar
que los pactos vayan a ser públicos y transparentes es de una inocencia casi
infantil. Los pactos, como es habitual, serán tras las cortinas, a oscuras y de
espalda a los votantes. Para justificarlos se aducirán poderosas razones de
estabilidad institucional.
Lo que
está alimentando el debate es el pobre reduccionismo de mirar tan sólo las
capitales guías; en el Ayuntamiento de Barcelona se han despeñado las dos y en el
de Madrid Esperanza Aguirre ha quedado a merced de los acuerdos. Ella, que es
incapaz de acordar nada con nadie, ofrece su generosa renuncia en aras de
construir una barricada que proteja su feudo del avance inexorable de los que
ella denomina “peligrosos extremistas”. Todo indica que en esta ocasión no va a
poder “Tamayear” como le gustaría.
Los tiempos
venideros pueden ser apasionantes con Carmena como alcaldesa, todo indica que
va a ser así pero yo no me fiaría. Una jueza con su experiencia husmeando en
las cloacas del Gobierno de la Villa puede provocar espasmos a más de uno y
una, sobre todo a los dos últimos ediles. Las trituradoras de papel tiene que
estar sometidas a tal rendimiento que es probable que hayan organizado un reten
del Cuerpo de Bomberos por si alguna de las maquinas no soporta la carga de
trabajo y se incendia de forma incontrolada.
Por lo
demás nada nuevo. La constatación, una vez más, de que la crisis no es
económica sino social. La economía es el pretexto para el laminado de derechos,
la excusa perfecta para devolvernos al lugar que nos corresponde y del que
nunca deberíamos haber salido. Una maniobra orquestada por los que de verdad
nos gobiernan desde las sombras con la exclusiva finalidad de mantenernos
dóciles y mortecinos. Lamentablemente lo han conseguido, necesitamos otra
vuelta de tuerca para gritar ¡Basta!
Los votantes
de los dos partidos marionetas son la prueba de nuestro pueril servilismo. Nada
nos hace reaccionar, ni los escándalos, ni los robos. Ni las pruebas
concluyentes de desfalco, ni las componendas posteriores para taparlos. Seguimos
en nuestra burbuja esperando que alguien nos solucione las cosas mientras a
nuestros hijos los despedimos en los aeropuertos.
Carentes
de dignidad seguimos optando por lo malo conocido no vaya a ser que lo que
venga nos dé de bruces con la realidad.
Hablamos
del PIB y de la deuda como si entendiéramos algo. La productividad económica y
la competitividad nos la han marcado a fuego aquellos que ni son competentes ni
producen nada más que miseria y desasosiego. Hablamos del Estado como hablaríamos
de una empresa de fabricación de muebles de cocina. Lo importante es la
solvencia.
Olvidamos
con demasiada frecuencia la labor primigenia por la que nacieron los estados:
Articular las normas de convivencia para que el poderoso no abuse del
indefenso. Dotar a la sociedad de instrumentos de coordinación para
redistribuir en justicia los bienes comunales. Impedir el maltrato de los débiles
por parte de los fuertes.
Todo
eso ha pasado a un segundo plano en aras de un supuesto crecimiento continuo. La
economía lo domina todo y las personas pasan a ser meros instrumentos de
producción. Hemos dejado de ser un Estado social de derecho para convertirnos
en un Estado de manada en el que el macho alfa impone sus reglas y el resto le
sigue con la esperanza de que después del banquete sobren unas migajas que
llevarse a la boca.