Resulta que la consolidada democracia española está sufriendo goteras en su sistema de plena participación ciudadana.
Los padres de la Constitución articularon una norma general de convivencia basada en la coexistencia pacífica de tres poderes, que deberían ser independientes entre sí, para ejercer de contrapesos entre ellos. El problema estaría en conseguir que la independencia fuera efectiva.
El poder ejecutivo es elegido por un legislativo, que está supeditado a las directrices emanadas de los partidos, que a su vez sostienen y eligen las listas para ser diputado o senador. En estos términos, con escasa autonomía de los electos, independencia la justa.
El poder judicial, como poder que debe emanar de la soberanía popular, que es quién ejerce esa soberanía, tiene que admitir que sus órganos rectores estén supeditados a los vaivenes de la voluntad soberana del pueblo español. Lo que hay que debatir es como se plasma esa elección soberana en el Órgano directivo de los jueces.
Hasta el día de hoy lo que se lleva a efecto es el nombramiento de una parte de CGPJ (Consejo General del Poder Judicial) a través del Congreso de los diputados.
Quiere esto decir que en el juego democrático, cuando la tendencia política se inclina hacia uno u otro lado, los tres poderes ven afectada su correlación de fuerzas en el mismo sentido.
Pero, hete aquí, que cada vez que el Partido Popular ha perdido su mayoría parlamentaria ha sometido al poder judicial a una parálisis de renovación insólita.
Con la primera victoria electoral de Rodríguez Zapatero fue aproximadamente un año y diez meses de caducidad lo que tuvimos que soportar un CGPJ caducado.
En la actualidad estamos superando los cuatro años de caducidad.
Esta situación, además de una anomalía democrática denota un absoluto desprecio por la voluntad que los españoles han explicitado en las urnas.
Los constitucionalistas dotaron al sistema de un Órgano de Garantías con la finalidad de avalar que las iniciativas legales se adecuaran a la Constitución. Nació el Tribunal Constitucional.
Aunque es llamado Tribunal, no pertenece al Poder Judicial. Las sentencias que dicta el Tribunal Constitucional, a diferencia de las sentencias de tribunales de Justicia, se publican en el BOE y no son recurribles.
En pocas palabras, entre otras cosas nos dicen que leyes cumplen o incumplen la Carta Magna. Ni más, ni menos.
Labor tan ardua y difícil requiere un estudio pormenorizado que realizan exhaustivamente los letrados adscritos al propio Tribunal Constitucional.
Una vez los expertos informan a los miembros del Tribunal, este emite su resolución, normalmente de acuerdo con el informe de los expertos.
A veces, el Constitucional se demora algo en sus sentencias, por ejemplo en el caso de inconstitucionalidad de la ley sobre la interrupción voluntaria del embarazo lleva diez años y sigue sin pronunciarse.
Lo que sí se puede colegir son las argucias empleadas por un partido (PP) que intenta gobernar al margen de la composición de las mayorías parlamentarias. Pretende, mediante los togados, gobernar por la puerta trasera a través de los tribunales.
Por primera vez en la historia de los tribunales, judiciales o no, un Tribunal responsable del mantenimiento de la limpieza democrática ha estudiado la legitimidad de una ley que todavía no es ley.
El Tribunal Constitucional ha paralizado un debate político por si acaso los debatientes se equivocaban y decidían algo contrario a lo establecido en la Constitución.
Podríamos llamarlo interrupción voluntaria del debate parlamentario, o sea un aborto del feto legislativo. Ayuso reconocería derechos al nonato concebido y no nacido.
En este caso hay dos personas que se benefician del aborto; González Trevijano y Narváez, ambos ven prolongada un poquito su permanencia al TC ¿Prevaricación? Que los tribunales independientes decidan. Esto último da risa pero no tiene gracia.
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