sábado, 26 de septiembre de 2015

Lo que el velo esconde

Estamos últimamente asistiendo a un interesantísimo debate acerca del uso del velo (hiyab) en las aulas. Los argumentos a favor de prohibirlo o permitirlo son tan fundamentados como estériles. Se desarrollan en un círculo cerrado que no conduce a ninguna parte.
La defensa de la libertad individual puede ser esgrimida por ambas corrientes.
Una de las partes aboga porque la portadora utilice la prenda en aras de su legítimo derecho a vestir las ropas que voluntariamente acepte.
La opción contraria razona que su uso es impuesto por una creencia que alimenta, a través de símbolos como el que nos ocupa, una condición vejatoria para el desarrollo de la mujer.
¿Se debe permitir, desde la legislación, que la mujer acepte su rol de sumisión en aras de su creencia?
¿Es legítimo que la mujer sea discriminada y por lo tanto obligada a vestir de determinada manera, en función de su condición femenina?  
¿Es tolerable aceptar que la condición femenina es portadora de inimaginables tentaciones y por tanto debe ocultarse a los ojos del resto de los mortales?
Podíamos continuar indefinidamente planteando preguntas de este estilo y la respuesta que nos surge espontáneamente se topa con la voluntad de la mujer que utiliza el velo. Las creencias de la usuaria están por encima de cualquier consideración de orden lógico, alegan los defensores del uso.
Desde una concepción laica de la sociedad chirría la exhibición pública de creencias que colocan a la mujer en un estrato de inferioridad, obligándola a ocultar su condición femenina para evitar provocar tentaciones en el alma atormentada de los machos que la rodean.
Mientras el hombre puede hacer ostentación de su condición humana luciendo su melena, vistiendo bermudas o bañándose en la playa con un pequeño trozo de tela que apenas tapa sus vergüenzas, la mujer se ve condenada a esconderse tras cortinajes que disimulen su naturaleza. Algunos atributos tan inocentes como el pelo de la cabeza.
El problema no es el velo, ni cualquier otro símbolo que se utilice, el fondo de la cuestión es lo que la simbología encierra.
Si mañana apareciera una religión que tuviera como ser supremo a la maltratada madre naturaleza y sus fieles se concedieran como símbolo distintivo llevar una col en la cabeza, los mismos que claman por el respeto a sus creencias serian los primeros en apuntarse al coro de burlas hacia los portadores de coles.
Esto ya lo hemos vivido. Los fanáticos de cualquier religión lo primero que hacen es despreciar a los seguidores de las demás. Por supuesto todos se juntan para vilipendian a los que han superado la superstición y tienen la suerte de no tener ningún dios.
Es curioso que los máximos detractores de los símbolos  sean los miembros de la competencia. Lo que ven intolerable en otros comportamientos lo justifican sobradamente en el comportamiento propio.
Esos personajes que durante siglos han concedido a la mujer un papel secundario en el devenir social – y lamentablemente lo siguen haciendo – son los abanderados de la prohibición de mostrar simbología diferente a la suya. Al contrario sucede exactamente lo mismo.
Por eso tenemos que darnos cuenta que la disquisición  no es la de llevar un velo, un crucifijo o una col. El asunto trasciende al mero hecho de ataviarse como a cada cual le venga en gana, el quid de la cuestión radica en la invención primigenia, una vez admitido un dios para solventar nuestra carencia de conocimiento lo demás es marketing de venta. Los comerciales (los clérigos) necesitan colocar el producto en el escaparate y al igual que las marcas de bebida se distinguen por su imagen las religiones necesitan hacer proselitismo exhibiendo su poder ¿Qué mejor publicidad que los fieles en la calle?
Así unos llaman a la “guerra santa” y los otros a las “cruzadas”; unos están en la fase de ocultar a la mujer y los otros en la de negarles la propiedad de su cuerpo atacando las leyes que permiten la interrupción del aborto.  Todo se reduce a la misma mierda: Ignorancia y Superstición.

Eso sí, en compensación por el maltrato a la mujer, en los actos solemnes los capitostes de las sectas se ponen faldas. 

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