Durante las entrañables fiestas, soportamos la impudicia con la misma naturalidad que comemos langostinos. Asistimos impertérritos a muestras de la más absoluta indecencia.
Con el paso del tiempo hemos adquirido una gruesa costra de inalterable desdén que nos aísla de aquello que nos resulta difícil de modificar.
Ver la pantomima real de simulada preocupación por los problemas que afectan a sus vasallos resulta enternecedor.
La andanada de tópicos soltados por la regia majestad borbónica durante la comedia televisada este año 2019 de la era cristiana, ha sido fiel al vodevil esperado.
Una institución - tan caduca como innecesaria - se cuela en nuestras cenas para demostrarnos una vez más su completa inutilidad.
No es del todo cierto que la monarquía no sirva para nada, sucede que -para los mortales comunes - es irrelevante y solo es útil para sus propios intereses y los de su estirpe.
Ese crisol de culturas al que denominamos España sufre los avatares de una esperpéntica situación política.
Con la nueva estructura de representación parlamentaria que las nuevas corrientes han propiciado nace una tenue esperanza para abrir un proceso constituyente.
Los partidos mayoritarios, otrora dependientes de partidos de ámbito nacionalista, se ven ahora abocados a atender las aspiraciones de grupos regionales, autonómicos o provinciales.
Si a esa situación se suman las corrientes ideológicas distanciadas del "oficialismo bipartidista", el resultado es un Congreso variopinto que necesita de grandes dosis de consenso político.
Al tiempo que se acrecientan las dificultades de convivencia entre los entes públicos, se obvian las cuestiones que atañen a las clases trabajadoras. Aunque en la actualidad haya que andarse con cuidado para llamar trabajador a un cualificado. Sea asalariado o no.
En la piel de toro no gusta ser clase trabajadora, son preferidas otras denominaciones de más relevancia y enjundia. No les importa que para sentirse de otra categoría tengan que sufrir atropellos y vejaciones. La humillación es llevadera si va acompañada de alguna migaja de diferenciación de la plebe ¡Para los "apesebrados" es tan insoportable ser plebe!
El preparado monarca que nos reina y del cual somos vasallos, o sea que nos avasalla, ha vuelto a leer de corrido y sin trabucarse todo un discurso navideño. Una de sus dificilísimas obligaciones. Otra de ellas - la de mayor importancia - la ejecutó al dejar resuelta la continuación dinástica.
Como digno sucesor de una inacabada situación post-dictadura, Felipe VI se ajusta al papel que le corresponde: el de engendro mediador entre los partidarios de un Estado moderno y los nostálgicos defensores del absolutismo de su bisabuelo.
Estos últimos encontraron consuelo durante la brutal dictadura del "apadrinador" de su padre.
Franco dejó una herencia envenenada en forma de monarquía. Seguimos disfrutando del regalo sin quitar el envoltorio del paquete.
Para acabar el proceso democratizador que en su día fue iniciado, es imprescindible retomar sin ambigüedades el proceso constituyente. Las Constituciones son leyes vivas
adaptables y modificables en función de la necesidad.
¿Por qué tanto temor a la apertura del debate que dé solución a los problemas que nos aquejan?
El modelo de Estado, la cuestión territorial, la ley electoral o la Jefatura del Estado son temas candentes que están en el punto de mira ¿Nos daremos una oportunidad de solucionarlo? O por el contrario ¿Seguiremos atados a una convivencia lastrada por transmisiones del pasado?
Los Borbònes hispánicos adolecen del menor atisbo de modernidad para venderse como defensores de las esencias democráticas.
Adolfo Suárez no osó preguntar a la población sabiendo que perdería el regio referéndum.
Los demás Presidentes no se han atrevido a plantear la elección entre Monarquía o República por temor al resultado.
Se reconozca o no, ese y no otro es el verdadero freno a la apertura de cambios sustanciales en este país.
La figura del rey es el baluarte real donde se anclan los privilegios ancestrales que disfrutan los caciques, defienden los sables nostálgicos, justifican los políticos acomodados y santifican los obispos mantenidos.
Todos ellos son brazos ejecutores de un sistema monárquico que de poco nos sirve y para nada aprovecha.
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