De
forma reiteradamente cíclica van
apareciendo en los medios de comunicación cartas y artículos firmados por
individuos supuestamente ofendidos en sus sentimientos religiosos. Esgrimen en
sus escritos el carácter de bien superior de sus creencias para hacer que la sociedad se acomode a sus gustos y
aspiraciones.
No
les basta con el hecho de ser admitidos, respetados y tolerados, necesitan que
la totalidad del grupo social en el que viven asuma sin reservas el carácter
superior de sus dogmas. Llevan hasta el paroxismo el mandato de “creced y
multiplicaos”.
En
principio se puede entender que el encargo de crecimiento alude a la
procreación natural, pero no, lo que subyace bajo el ordenando es la absoluta e
imperiosa obligación de conquistar adeptos. No deben permitir ningún
discrepante, ningún infiel en su entorno, nada de pensamientos disidentes que
lleven a las personas a la conclusión de
que son vacuas las creencias en los seres
imaginarios que profesan los crédulos.
Con
esta finalidad expansiva se promovieron cruzadas y evangelizaciones seguidas de
conquistas y sometimientos. La cruz acompañada siempre de la espada, la verdad
de la fe impuesta por la fuerza.
Oculto
bajo la estela radiante de acercar la palabra de su dios, las religiones
predominantes pretenden inculcar un pensamiento único como sea, incluso a golpes ¿Cual es su finalidad?
Oyendo
a los predicadores de “su” verdad es fácil equivocarse y pensar que el bien
común es el motor impulsor de sus actuaciones. Escuchar a Obispos y abates,
párrocos y frailes, ayuda a caer en el error, según ellos la vida trasciende
más allá de la temporalidad de la presencia en la tierra. Promueven, o intentan
promover, parámetros de comportamiento que conduzcan a la sociedad a admitir la
supremacía del fin divino sobre cualquier otro tipo de aspiración humana. Se
encuentra grabada a fuego en su cadena genética la imperiosa necesidad de
imponer su ideología.
No
les basta con creer, necesitan que todos creamos; no les llega con rezar,
pretenden que todos recemos y no les es suficiente vivir su “fe”, quieren que
todos la vivamos. Enmascaradas tras un barniz de “buenismo” transmiten sus
doctrinas alegando que buscan nuestro bien y como vía de transmisión de los
credos son utilizados pobres infelices abducidos.
Estos
amansados son los más beligerantes, son
los impulsores de la idea única, los que con mayor ahínco pretenden eliminar
cualquier tipo de desavenencia, es como
si no pudieran tolerar la idea de que
otros no compartan sus miedos, sus temores y el vacio de sus vidas. Los autodenominados “felices creyentes” luchan
con denuedo para compartir su carga. O bien les pesa mucho y se les hace
insoportable o buscan hacer de la vida de los demás algo tan insufrible como parece
que es la suya propia.
Nada
de qué preocuparse si no fuera porque son
utilizados como fuerza de choque por los
que manejan la dura intransigencia religiosa con el exclusivo objetivo
de seguir manteniendo su dominio sobre las voluntades de todos. Se valen
de escandalosas leyes jurídicas para
continuar mirando el mundo desde arriba, leyes destinadas a favorecer intereses
económicos adecuadamente enmascarados de servicios a la humanidad.
Con
unos pocos retoques hacen que la caridad sustituya a la justicia; se recortan
los derechos para que dejen de serlo y
pasen a convertirse en concesiones; se ocupan espacios públicos; se regalan
bienes inmobiliarios y se eliminan las cargas impositivas a sus actividades
económicas en aras de un supuesto interés general. Por si todo lo anterior no
fuera suficiente, se continúa financiando su existencia por medio de los
Presupuestos Generales del Estado.
Treinta
y tantos años después de haber sellado un acuerdo - El Estado y La Santa Sede - por el cual la jerarquía de
la I.C. española se compromete a alcanzar su auto financiación, la situación ha
empeorado considerablemente: El Gobierno de Aznar aprobó una ley hipotecaria para
convertir a la Iglesia Católica en la primera Inmobiliaria Patrimonial de
España permitiendo que se registren a nombre de los Arzobispados inmuebles que
pertenecen a la colectividad. Seguidamente Zapatero aumentó la retribución a la
Iglesia Católica hasta el 0,7 % intentando con ello acallar las críticas de
Rouco y comparsas de la Conferencia Episcopal ¡Qué ingenuo! Con la asignación concedida el Estado sigue
haciéndose cargo de los dispendios de la corporación y de los gastos de sus clérigos. Naturalmente
a través del Estado contribuimos todos y cada uno de los españoles, nos guste o
no.
La
situación resulta esperpéntica por sí misma, no necesita de más aditamentos,
pero los hay. Los grupitos de beatos están nerviosos, de alguna manera ven
peligrar su hegemónico status con la aparición de diversas corrientes que
promulgan una autentica y definitiva separación del Estado de la tutela del
poder Eclesiástico.
Las
aspiraciones laicistas de una sociedad harta del poder de las sotanas están
siendo boicoteadas por los movimientos afines a destacados organismos
eclesiales (OPUS por ejemplo) que buscan a través de la judicialización
paralizar una exigencia social. Utilizando a unos tribunales sectarios es donde
han encontrado un verdadero filón mediante el ardid de reclamar respeto a sus
creencias y sentimientos valiéndose del infame
Artículo 525 del Código Penal.
De
esta forma tan simple los autores de las misivas exigen respeto aunque sean
incapaces de respetar a nada y a nadie. Acaban convirtiéndose en cómplices de las
tropelías y arbitrariedades cometidas en nombre de dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario