Hace tiempo que aguantamos
estoicamente las sucesivas barbaridades judiciales bajo la manida coletilla de
respetar las sentencias. Se ha venido ocultando la obscena incompetencia
judicial española con la siguiente frase: “Respetamos la sentencia aunque no la
compartimos.”
¡Pues no, ni acatamos, ni
respetamos, ni cumplimos!
¡Exigimos¡ Si, exigimos. Y lo
hacemos de una manera contundente, fulminante, enérgica. La situación es
insostenible, España no se arregla con un cambio. Es necesaria una catarsis
nacional que nos agite con fuerza para sacarnos del estado de somnolencia en el
que llevamos sumergidos más tiempo del aconsejable.
Las sociedades adormecidas acaban
siendo devoradas por aquellos personajes sin escrúpulos que pretenden
apropiarse de ellas.
En España nunca ha habido una verdadera
conciencia colectiva de lucha por los derechos, la sumisión a los perversos
poderes eclesiásticos han sometido las voluntades que en otras partes del
planeta lucharon por liberarse. Aquí no, aquí la palabra del cura era el freno que
necesitaban los poderosos, los caciques conseguían mantener sus privilegios a través
de los párrocos. El temor al castigo divino mantenía a este inculto y atrasado
país totalmente arrodillado ante sus amos.
Un día de abril, el 14 para ser
más concretos, salió un radiante sol iluminador que inundó de luz a una
sociedad hasta entonces sumergida en las tinieblas.
El periodo fue tan corto y la
represión tan dura que se ha acabado hablando de peligrosos revolucionarios y
de salvadores de la patria. Los peligrosos eran los que mostraban fidelidad a
la legalidad democrática; los segundos terminaron siendo los héroes laureados,
los que tenían calles y homenajes, los que disfrutaron de estancos y loterías.
El 27 de abril de 2018 ha venido
a decirnos lo poco que han cambiado las cosas.
La justicia hispánica ha tenido
rectificaciones dolorosas procedentes de los Tribunales Europeos de Derechos
Humanos. Tanto el tribunal Supremo como el Constitucional han sido pluralmente rectificados
en sus sentencias. El Alto Tribunal
Europeo las ha considerado una burla a los principios elementales del derecho,
y como consecuencia el pírrico Estado Español ha sido condenado a
indemnizaciones y multas. Aquí tengo que hacer un alto: el Estado somos todos,
las multas las pagamos a escote.
Pues bien, una nueva actuación en
clave jurídica vuelve a constatar que en
la Federación Ibérica estamos muy lejos de alcanzar un mínimo grado de cordura
judicial.
La sentencia fallada en el caso
de “La Manada” viene a abrir heridas mal cerradas en una estructura social
machista, misógina, retrograda, patriarcal, enferma y sobre todo religiosamente
manipulada.
Los comportamientos de los
magistrados no se producen al azar. La judicatura y los tribunales están
compuestos por una grandísima dosis de adeptos, inscritos, afines o lameculos
de la curia eclesiástica y sus órdenes socio-religiosas. La Conferencia
Episcopal dirige leyes de educación, pelea legislaciones sobre investigación científica
(Células madre), atropella derechos humanos (colectivo LGTB) y culpabiliza a través
de sus fuerzas de choque (abogados cristianos, hazte oír, OPUS Dei, Legionarios
de Cristo, cristianos de base…) a cualquier
persona que se separe de lo que sus mentecatas cabezas consideran la
norma.
La nefasta sentencia no abre un
debate, lo cierra.
Es imprescindible, urgente y
absolutamente necesario desmontar el entramado judicial y desde las cenizas
rehacer un sistema que nazca limpio.
No es necesario demostrar la
prevaricación para condenar a un juez o
a un tribunal en un Estado Democrático, debería de bastar con la constatación
de incompetencia manifiesta para el desempeño de sus funciones. La Sala de la
Audiencia Provincial de Pamplona ha dado sobradas muestras de ello. Al juez emisor del voto particular se le tendría que ayudar a salir de la carrera judicial
y de su psicopatía.