Organizadas por Zaragoza en Común
se han llevado a cabo unas “Jornadas Municipalistas”, bajo el titulo Municipalismo
2019: otra forma de ser y estar en política. Bien, está francamente bien que se
abran las puertas de la política a todas aquellas personas que deseen acercarse
a los problemas cotidianos que les afectan.
Ítem más debería ser
absolutamente obligatorio que los políticos de cualquier área se vieran
sometidos de forma regular al examen de los que a la postre acaban siendo los
sostenedores del sistema.
Las jornadas se articularon a
través de unas ponencias de trabajo haciendo una exposición de las conclusiones
y fines que se perseguían con el debate de ideas. Constructivo de todo punto,
ni siquiera vamos a detenernos en los posibles fallos e inconvenientes, en las
limitaciones. Francamente, la sola
iniciativa merece una general aprobación por dar voz y poner énfasis en la
participación de la gente.
En cambio si vamos a realizar una
pequeña parada en un tema considerado menor e irrelevante en considerables ocasiones en las que es sacado
a la palestra. Se habla del laicismo como de pasada, a hurtadillas.
No vamos a caer en el error de
pensar que es la madre de todos los problemas ni la confluencia de todas las
soluciones, pero si creemos que tendría que ser tratado en profundidad para
poder centrar el debate.
Entre los intervinientes en las
“Jornadas” estaba el actual alcalde de Cádiz que consciente o
inconscientemente, dejó deslizar que hay que atender todas las sensibilidades
con la finalidad de gobernar para todos. Jose María González tiene razón. Ahora
bien, se sigue desoyendo lo que representa reivindicar una opción laica de la
sociedad.
El edil gaditano olvidó nombrar que
ha sido admitida a trámite una demanda de Europa Laica contra el consistorio de
la ciudad por la concesión de privilegios municipales a un ser del imaginario
religioso perteneciente la confesión católica. En resumen: la Virgen del
Rosario fue condecorada con la medalla de oro de la ciudad. Suponemos que en
este caso al igual que en otros muchos no se personó a recoger la condecoración
y delegó el honor en algún figurante auto-nombrado representante de su celestial virginidad.
Aquellos que están de acuerdo con
este tipo de medidas argumentan con mucha frecuencia que a nadie daña que se
reconozcan los méritos, o sean homenajeados seres de “su” confesión. Arguyen
que si no gusta la idea con no acudir al acto queda todo solucionado.
Inmediatamente adornan su
razonamiento incluyendo los temores que tendrían los díscolos si la distinción
fuera dirigida a una deidad de otro tipo, musulmana por ejemplo.
En clave municipal entendemos la
postura de Azcón - portavoz del PP en el consistorio zaragozano – por supuesto
la de sus compañeros de viaje místico, incluso la de aquellos que – ya retirados
de la política municipal - en sus días de alcaldía insistían con el capricho de
exponer un Cristo en el Salón Municipal de Plenos.
O sea, para aquellos que nacen arraigados
en las profundas raíces del catolicismo por obligación es comprensible que la santificación
tenga que ser impuesta aun en contra de la voluntad de los individuos. De esa
técnica de captación de acólitos se
tiene amplio conocimiento y experiencia en sacristías, cabildos, parroquias y
arzobispados. Dentro de las fuerzas de la vieja política se entienden estas
posturas, pero algunos nuevos también las usan ¿Qué les sucede?
Simplemente pasa que siglos de
imposición de los dogmas religiosos han proporcionado un extraordinario poder
al lobby clerical. En todas las expresiones de agasajo mundano inexcusablemente
va incluido un acto sacerdotal (tipo misa, ofrenda o procesión). Los motivos
son hacer partícipe a dios de la alegría de los hombres. Naturalmente con los
curas el espectáculo gana y adquiere una nueva dimensión.
Los reyes eran coronados por los
cardenales, se tomaba posesión de los cargos tras jurar ante dios y con la mano
en la Biblia, se declara poniendo a dios por testigo de la verdad, los soldados
juraban bandera tras la correspondiente misa y con formulas que incluían a dios
en el compromiso. Hasta los funerales de Estado tienen otro color con unos
cuantos obispos oficiando.
La Iglesia Católica se adueñó de
las expresiones de esplendor cotidiano para conceder el beneplácito divino a
las vulgaridades humanas. Atrapó las ceremonias, incautó las celebraciones y
usurpó las fiestas. Por último acabó quedándose con los edificios, los campos,
los huertos, las catedrales las ermitas
y hasta los frontones donde se celebraban los actos.
Y a eso es a lo que nos conduce
los comportamientos melifluos y condescendientes. Los nuevos se resisten a renunciar al festejo popular
aderezado de grandeza eclesial, cualquier acto gana en relevancia con la simple
presencia de una pareja de sotanados. Adornan mucho.
No quedan igual las fiestas populares si no las pintamos con
un barniz de fervor religioso ¡Mucho mejor involucrar a los santos en nuestros
festejos! No sabe igual el vino fino en el Rocío sin la presencia de la virgen.
San Fermín bendice las borracheras y la virgen del Pilar cuida de la calidad
del calimocho.
En estos términos se apuntan
algunos de los nuevos dirigentes a la corriente de disfrutar de las prebendas
de reconocimiento como autoridad social. Nadie mejor que un señor con mitra,
casulla y báculo para dar fe de la grandeza de los alcaldes y su de condición de
prohombres relevantes en el devenir
social.
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